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Recientemente he visitado el arte rupestre en Pech-Merle, en esos fascinantes santuarios de la protohistoria en donde, por vez primera, el homo simbolicus da testimonio de sí mismo, estampando sobre el muro de la caverna su percepción del mundo, y salpicando sus impecables sobreimposiciones de caballos, bisontes, renos o mamuts con esotéricos signos de puntuación (puntos rojos, triángulos, redecillas) que componen un incipiente alfabeto organizado. Por vez primera advertimos la presencia de nuestra propia condición humana, la de un habitante del mundo que no se limita a relacionarse con su entorno en forma de intercambio fabril o tecnológico (a través del hacha de silex, o de la piedra más o menos laminada y pulimentada) sino mediante la plasmación de formas simbólicas. Y uno desearía poseer el diccionario o la enciclopedia que le permitiera el adecuado descifraje de esas presencias misteriosas (una mano estampada sobre el muro, ribeteada de negro; unas formas semejantes a ubres rodeadas de círculos y de irisaciones de color rojo).

Lo más fascinante, lo más misterioso de esa condición que somos, radica en el enigma de nuestra propia inteligencia. De una inteligencia sensible que es capa de plasmarse en formas simbólicas, acudiendo a figuras arrancadas de la percepción natural, pero recubriéndolas de un halo de signos enigmáticos, o de jeroglíficos, que confieren a esas formas familiares el carácter de lo sagrado.

La magia es el arte de adquirir dominio sobre lo sacro. Magia significa poder. Un poder que provoca en el receptor un efecto de encantamiento. El mago era un poderoso hechicero que adquiría dominio sobre aquello que gestionaba o administraba mediante la provocación sobre él de un efecto en encantamiento. La magia es la evidencia misma del poder que la inteligencia confiere al ser humano. Y éste se constituye en lo que es, un ente capaz de alzarse del entumecido vegetal o del sueño animal hasta la inteligencia en virtud de que ha vislumbrado el objeto en el que se halla cifrado el máximo de poder: aquel que al hombre mismo le es inaccesible. Ese máximo Señor (de la vida, de la existencia) es la Muerte. La muerte es la presencia que despierta en el hombre la inteligencia. Y ese despertar se halla adelantando y anticipado por el miedo. Somos inteligentes en virtud de ese oscuro sentimiento que nos acompaña en toda nuestra aventura de vida.

El mérito de esta exposición de Fernando Varela ha consistido en inventariar el alfabeto del miedo. Y eso es tanto como determinar los indicios y señales proteicas de nuestra propia condición inteligente. Esa inteligencia nos da un precario y limitado poder que tiene en la muerte su límite mayor, infranqueable. El miedo es el registro sensible de ese dominio mágico que la muerte ejerce sobre nosotroa; un registro que hace posible la existencia misma de nuestra inteligencia.

Los signos, las huellas, los indicios sensibles, en su cruda presencia de imagen o de Icono, de esa inteligencia nacida del miedo, fascinada por el miedo y alumbrada en su magia y su poder por ese oscuro sentimiento, ese alfabeto es el que Fernando Varela intenta restituir en esta inquietante instalación, que sobrevuela sus propias explicaciones, y que sobresale por encima de los propios textos que intentan, precariamente, explicarla.

Yo recomendaría al espectador su incondicional entrega a esas imágenes, tan cuidadas y elaboradas, con sus dualismos y contrastes con sus fronteras y límites; y le recomendaría que leyera los texto que la acompañan a modo de complementos que permiten orientar, guiar o apuntalarlo que en esas imágenes se muestra. Cada imagen es un miedo, ya que no hay un solo miedo; hay tantos miedos como indicios y síntomas de esa magia y fascinación que la inteligencia sensible, operativa a través de formas simbólicas, es capaz de provocar y producir. De ahí el acierto de llamar «miedos» en plural, a esas figuras simbólicas que se encarnan y materializan en las obras que componen esta importante muestra.

Esas imágenes son lo que importan; los textos (éste incluido) son, únicamente, flechas que hieren en el corazón de la obra con el fin de señalarla; con el fin de hacerla sangre, de manera que el receptor, o espectador, quede salpicado de su testimonio simbólico. Un testimonio que, en última instancia, subsiste agazapando en su propio arcano: el que toda imagen o icono encierra en su propia mostración inequívoca y transparente.

Eugenio Trias
Philosopher. Barcelona, Spain
1999

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